No es casualidad, es cultura: entendamos la raíz de la violencia

Por Ximena Arantxazu López Gómez
La violencia contra las mujeres no es un episodio aislado ni un arrebato emocional que aparece de pronto. Es, más bien, la consecuencia directa de una cultura que durante siglos ha construido, sostenido y normalizado relaciones desiguales de poder. Una cultura que dicta roles, define expectativas y moldea comportamientos. Una cultura que, aunque cambiante, aún reproduce patrones que justifican, encubren o minimizan la violencia.
Para entender el presente, conviene mirar hacia atrás. Durante generaciones, las mujeres estuvieron relegadas a un estatus de subordinación: sin derechos de herencia, sin voz en la vida pública, confinadas al hogar y sometidas a normas religiosas, sociales y legales que legitimaban esa desigualdad. En México, la ciudadanía plena de las mujeres es relativamente reciente: apenas en 1953 se reconoció constitucionalmente su derecho a votar y ser electas. No fue solo una conquista jurídica; fue un quiebre cultural. Y algo tan elemental nos recuerda que, si hemos transformado estructuras enteras en pocas décadas, también podemos transformar las normas que aún sostienen la violencia.
Porque la violencia no ocurre por azar. Se aprende, se transmite, se normaliza. Lo que a veces se interpreta como un estallido repentino es, en realidad, la expresión de mandatos culturales profundamente arraigados: el hombre que “corrige”, el novio que “protege”, el esposo que “pone límites”. La socialización de género —esa pedagogía silenciosa que moldea desde la infancia lo que significa ser “hombre” o “mujer”— actúa como el guion oculto de muchas relaciones desiguales.
En ese guion aparecen también las microviolencias, pequeñas frases y gestos que pasan inadvertidos pero que cimentan relaciones de control: “no exageres”, “eres muy sensible”, “te celas porque me quieres”. Son mensajes que minimizan emociones, cuestionan percepciones y desestiman límites. Un estudio de 2021 confirma lo evidente: la violencia psicológica es la forma más prevalente de violencia en parejas en México, y está estrechamente vinculada con experiencias de maltrato en la infancia, tanto de quien la ejerce como de quien la padece. Es decir, la violencia se hereda, se replica, se aprende.
A ese ecosistema cultural se suma la apología del delito, una práctica cotidiana que justifica o normaliza la violencia desde discursos públicos, medios de comunicación, música o humor. La culpabilización de la víctima sigue siendo frecuente: “si se vestía así…”, “si andaba en eso…”. Incluso frente a feminicidios, las narrativas mediáticas se permiten insinuaciones que desvían la atención del agresor y colocan sospechas sobre la vida privada de las víctimas. Tras el asesinato de la influencer Valeria Márquez, abundaron mensajes que cuestionaban su estilo de vida en lugar de cuestionar la violencia que terminó con su vida. Es un mecanismo cultural que, de tanto repetirse, erosiona la exigencia social de justicia.
Tampoco ayuda la representación constante de relaciones tóxicas, celos travestidos de amor, control disfrazado de romanticismo. Ni la cobertura mediática que, como ocurrió con el feminicidio de Ingrid Escamilla, reprodujo imágenes que deshumanizaban su cuerpo y profundizaban el dolor. La cultura popular es un espejo, pero también un amplificador: puede perpetuar violencias o abrir caminos para su transformación.
Y en medio de este panorama, aparece una grieta de esperanza: las nuevas masculinidades, alternativas que rompen con los mandatos del poder, la agresividad y el control. Hombres que se permiten sentir, pedir ayuda, compartir cuidados; hombres que no entienden la masculinidad como dominio, sino como responsabilidad y respeto. Su presencia demuestra que otra forma de relacionarnos es posible y urgente.
Transformar esta realidad es una tarea colectiva. No basta con que algunas personas cambien; necesitamos que las instituciones, las escuelas, los medios, las familias y las comunidades reconfiguren los valores que transmiten. Educación emocional en las aulas, campañas culturales que promuevan relaciones sanas, políticas públicas firmes y talleres de género para quienes educan y lideran son solo algunos pasos concretos.
La violencia tiene raíces profundas, pero no inamovibles. Igual que la desigualdad, fue aprendida. Y si algo se aprende, también puede desaprenderse. La cultura no es destino: es posibilidad. Y esa posibilidad exige valentía, conciencia y voluntad para cuestionar lo heredado y construir algo distinto.
Hoy, más que nunca, entender la cultura es el primer paso para transformarla. Porque la violencia no es casualidad: es cultura. Y ahí mismo, en sus raíces, podemos empezar a erradicarla.