El acoso a la presidenta Claudia Sheinbaum y el espejo roto de México

El acoso a la presidenta Claudia Sheinbaum y el espejo roto de México

Por Ximena Arantxazu López Gómez

En una nación donde las mujeres caminamos con los sentidos en alerta, como si cada esquina fuera un campo minado invisible, el episodio del martes pasado no fue solo una agresión aislada: fue un recordatorio brutal de que ni siquiera la investidura presidencial puede blindar nuestro cuerpo. Claudia Sheinbaum, la primera mujer en ocupar la silla del Palacio Nacional, se convirtió en víctima de un acoso sexual flagrante mientras realizaba un gesto tan cotidiano como un paseo a pie por el Centro Histórico. Un hombre de 33 años, identificado como Uriel Rivera Martínez, se acercó por detrás, la abrazó sin consentimiento, intentó besarla en el cuello y le tocó el pecho. Todo captado en video, viralizado en redes y presenciado por una multitud atónita que no reaccionó de inmediato. No fue un distractor ni un montaje: fue un acto real de violencia machista que expone la crudeza de nuestra realidad.

Sheinbaum, fiel a su estilo sereno pero firme, no se victimizó en privado. Al contrario: en su conferencia matutina del miércoles, presentó una denuncia formal ante la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México y transformó el ultraje personal en un llamado colectivo. «Si se lo hacen a la presidenta, ¿qué va a pasar con todas las mujeres en el país?», cuestionó, con esa voz que mezcla la autoridad del cargo con la vulnerabilidad de quien ha vivido esto antes –recordó un episodio similar a los 12 años en el transporte público–. No es casualidad que su denuncia no sea solo por ella: es por las millones de mexicanas que han sufrido acoso sexual. Es por las que denuncian y son revictimizadas, o peor, las que callan por miedo.

El incidente, ocurrido a metros del Palacio Nacional mientras la mandataria caminaba hacia la Secretaría de Educación Pública, expone dos grietas profundas en el tejido social y estatal de México. La primera, la obvia: la violencia machista que permea cada estrato. Este no es un caso aislado de un «borracho inofensivo» –como algunos minimizaron en redes–, sino un síntoma de una cultura que normaliza el toque no consentido como «piropo» o «broma». La ONU lo condenó de inmediato, urgiendo a «no normalizar ni minimizar» estas agresiones, y recordó que México es uno de los países con mayor incidencia de violencia de género en América Latina. La Secretaría de las Mujeres, por su parte, emitió un posicionamiento claro: «Ninguna mujer está exenta del acoso», y Citlalli Hernández, su titular, lo vinculó directamente a la misoginia estructural que Sheinbaum ha combatido desde su campaña.

Pero hay una segunda grieta, más sutil y preocupante: la seguridad presidencial. Sheinbaum, heredera del estilo «austero» de Andrés Manuel López Obrador, renunció al Estado Mayor Presidencial –ese escudo élite del Ejército– y optó por una «Ayudantía» civil más cercana al pueblo. Es un principio loable, que rompe con el presidencialismo distante de antaño, pero ¿a qué costo? El agresor no solo la tocó; lo hizo ante decenas de personas y sin que su equipo interviniera a tiempo. Un funcionario de la Ayudantía lo apartó segundos después, pero el daño ya estaba hecho. Expertos en seguridad cuestionan si esta vulnerabilidad no invita a riesgos mayores, especialmente en un país donde el asesinato de figuras públicas, como el reciente del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Sheinbaum ha dicho que no reforzará su protección –»No voy a cambiar mi forma de ser»–, pero el debate está servido: ¿puede una presidenta ser «del pueblo» si eso la expone a ser tratada como cualquier ciudadana expuesta al acoso callejero?

En las redes, la reacción fue un torbellino. Mientras feministas y aliadas como Beatriz Gutiérrez Müller expresaban solidaridad –»Todas estamos expuestas»–, un sector minoritario, siempre presto a la descalificación, tildó el incidente de «montaje» o ironizó con memes que, lejos de criticar, perpetúan la burla al cuerpo de la mujer. No es nuevo: desde que asumió el cargo, Sheinbaum ha lidiado con una avalancha de misoginia, desde insultos de empresarios como Ricardo Salinas Pliego hasta descalificaciones que ningún presidente hombre ha enfrentado por su género. Colectivas como Las Brujas del Mar lo han denunciado: «Se puede ser crítico sin ser misógino». Y tienen razón. Criticar políticas es democracia; acosar o humillar por ser mujer es violencia.

Lo alentador es la respuesta institucional. El hombre fue detenido esa misma noche por la Secretaría de Seguridad Ciudadana, gracias a la denuncia de otra víctima que alertó sobre su patrón de acoso –había agredido a dos mujeres más ese día–. Bajo el artículo 179 del Código Penal de la CDMX, enfrenta hasta ocho años de prisión por abuso sexual. La presidenta Sheinbaum, por su parte, anunció una campaña nacional contra la violencia hacia las mujeres y una revisión legislativa para tipificar el acoso en los 32 estados –hoy no es delito en todos–. Es un paso concreto, pero insuficiente si no va de la mano con educación y cambio cultural.

Al final, este episodio no define a Sheinbaum –quien, con su denuncia, se erige como ejemplo de resiliencia–, sino a un México que aún arrastra las cadenas del patriarcado. Si la presidenta no puede transitar libremente sin ser tocada, ¿qué esperanza tenemos las demás? Es hora de que el «no es normal, es violencia» deje de ser slogan y se convierta en acción colectiva. Porque el cambio no empieza en el Palacio Nacional; empieza en cada calle, en cada mirada cómplice que decidimos romper.

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